Los campesinos no tienen quien les escriba
Decía Álvaro Cunqueiro: «No hay oficio más
intelectual que el de labrador». Yo también lo creo. Los campesinos
escribieron directamente sobre la piel de la tierra, la tatuaron, le
dejaron su huella impresa, dibujando a escala 1:1 en sus geografías,
dehesas de castaño, viñedos, caminos que cosen como un hilván las
distintas partes de su mundo y aldeas de casas humeantes que olían a
fuego de leña y pan de maíz. Escribieron sobre la tierra, pero no han
escrito nunca nada sobre el papel. Los libros y las leyes de papel
nacieron en la ciudad, como las religiones imperiales, y por eso a los
campesinos, vinculados a los ciclos de la naturaleza, se les llamó en la
Roma cristianizada paganos: los que viven en los pagos ajenos a las
creencias de la ciudad, los pagesos en Cataluña, los que hacen
país o los paisanos. Los que al escribir sobre la tierra hicieron los
paisajes son, por deriva etimológica, los mayores intelectuales de la
humanidad. Yo lo veo como Cunqueiro... «Los desnudos surcos son como una
señal de intelectual posesión que el hombre hizo de la tierra».
La industrialización española, primero la de
las fábricas y después la de la agricultura, se empeñó en tratar a los
campesinos de ignorantes, de faltos de cultura, de analfabetos? Si la
urbana sociedad romana tan solo los calificó, nuestra sociedad
industrial fue más allá: primero los descalifico y luego los condenó. En
la universidad española de los años setenta, nacida también del
pensamiento industrial absoluto, nunca nos contaron que los campesinos
fueran los intelectuales de la tierra. Y aun a pesar de que Ortega y
Gasset lo había advertido: «Yo, que soy profesor universitario, necesito
de la colaboración de los pensamientos aldeanos mucho más que ellos de
los míos».
Tampoco nadie estimó que el contrastado empirismo
acientífico de los campesinos fuese, por lo general, más certero en la
gestión complejísima de sus pagos -que ahora llamamos «espacios
naturales»- que las porciones de ciencia fragmentada, reduccionista,
simple, especializada con las que hemos desarticulado el monte en nombre
de la «protección de la naturaleza». Una protección de papel.
En España, los campesinos no han tenido quien les
escribiera. No incluyo a los grandes literatos, o a los naturalistas de
campo, desde Miguel Delibes hasta Tono Valverde o Pedro Montserrat. Ni a
historiadores, como Caro Baroja; a geógrafos, como Jesús García
Fernández o a ecólogos como González Bernáldez. Me refiero a escritores
vinculados a la sociología política, o al pensamiento complejo,
inexistentes durante la dictadura y ausentes todavía tras casi cuarenta
años de democracia.
No así en Francia, donde los campesinos sí
tuvieron quien les escribieran, y quien les defendieran, para evitar que
el pensamiento urbano central y único, las emergentes políticas de
modernización industrial y las de intensificación conservacionista,
arrasaran la memoria de su trabajo y ocultaran a la sociedad la decisiva
influencia que tuvieron las comunidades campesinas en la conformación
de las muy diversas culturas del país, la conservación local de las
naturalezas, hibridadas entre lo doméstico y lo silvestre, y la
conspicua organización del territorio.
Escritores comprometidos políticamente, y de la
talla de Bordieu, Mendras, Duby, Levi-Strauus..., abrieron ya hace
décadas un amplio debate social que tuvo decisiva influencia en el
devenir de la política francesa, y en la legislación aplicable a los
territorios marginados por el progreso intensivo, y que se puede resumir
en la idea de: conservación de la naturaleza, sí, pero no sin los
paisanos; desarrollo rural, sí, pero no sin el «arte de la localidad». Y
gracias a ello hoy en Francia nadie, ni de derechas, ni de izquierdas,
discute esa cuestión. Esa forma de ver el territorio y la naturaleza,
con la mano del campesino por el medio, es asunto sobre el que nuestros
vecinos no discuten.
Cualquiera que repase la historia de las
políticas de ordenación del territorio rural francés, desde el final de
la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días, verá la influencia del
pensamiento paysan y de la importancia del terroir -que
acuñaron sus investigadores- en la política gala. Y gracias a ese
trabajo, cualquiera que entre hoy en la página web de los parques
nacionales franceses verá como la rehabilitación de los sistemas de
pastoreo vernáculo se ha convertido en el primer objetivo de
conservación en los más destacados espacios protegidos de montaña del
país. Las autoridades francesas encargadas de la conservación han vuelto
sus ojos a una idea enunciada por Aristóteles: «Hay que encontrar el
Principio, luego, todo se nos dará por añadidura».
Y mientras tanto en España la política sigue a
uvas. Y lo peor de todo es que no vienen buenos tiempos para intentar
poner orden. Aunque tengamos identificado el momento de nuestra historia
en el que renunciamos a considerar la memoria campesina como pieza
esencial del patrimonio para construir el futuro, no parece que el
pensamiento político, en ninguna de sus marcas partidarias, esté a la
altura de las circunstancias para reconducir la situación.
El asunto es grave pues empezamos a ser
conscientes de que el profuso y alambicado edificio administrativo de
papel que hemos construido para «proteger» las tierras de los campesinos
ausentes, aparte de endeble, está mal cimentado y tiene aluminosis. Se
cae a pedazos. Y los pagos de los campesinos mientras tanto se han
convertido, como cantan los aragoneses de la Ronda de Boltaña por letra
de Severino Pallaruelo, en «un país de anochecida». Un país de
anochecida que necesita con urgencia que llegue el día y se haga la
luz..
Jaime Izquierdo Vallina es escritor y especialista en desarrollo rural. Publicado en La Voz de Galicia el 12 de octubre de 2014.
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