La ciénaga no es sólo un elocuente nombre para designar el entorno geográfico y climático que envuelve la finca donde pasan el verano las dos familas, al igual que también lo son la población de Rey Muerto y la residencia de La Mandrágora. La ciénaga es además una excelente metáfora para expresar el ambiente corrompido, enfermizo, asfixiante, en el que estos insectos humanos están atrapados, como la fauna moradora de una charca, entre el barro de la pasividad, la inercia, la abulia y la resignación. Hay una secuencia al principio de la película, en la que una vaca, sumergida hasta la cabeza en el lodazal que ha provocado la lluvia, intenta salir a tierra firme. Su muerte es prácticamente segura. Inmediatamente después, vemos a los adultos estirados al sol en sus hamacas, ebrios de vino, sus cuerpos inertes, abandonados a la desidia estival, junto a la piscina llena de agua sucia y hojas, pútrida desde hace días. Esta comparación es un buen ejemplo de ese paralelismo que la película intenta exponer, con la diferencia de que mientras que el animal todavía lucha por sobrevivir, ellos ya no lo hacen.
La ciénaga (2001), es el primer largometraje de la fantástica directora Lucrecia Martel, es ante todo un excelente fresco de la sociedad argentina -con sus prejuicios, sus creencias y sus distintos submundos-, y un interesante retablo de este grupo familiar sumido en su propia y agonizante rutina. Una película de esperanzas rotas y sueños frustrados que mueren en el mismo momento en que ven la luz. Una película, en definitiva, sobre el tedio existencial.
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